11. Lunares extraños y formas de escapar
La historia de esos puntitos marrones en la piel y un libro a cuatro voces sobre la soledad y lo desamparados que estamos todos aunque nos esforcemos en disimularlo
Todo el mundo tiene lunares, más o menos entre 20 y 40 por cabeza. Sólo en la cara, yo tengo siete, así que creo que supero la media. A finales del verano pasado me los inspeccioné con mucho detenimiento, convencida de que uno del brazo izquierdo y tres de la espalda estaban mucho más grandes, así que pedí cita en el dermatólogo para que me los viera. Y esta mañana (casi 9 meses después, qué bien está la sanidad pública, por favor recuérdenlo al votar), una médica atenta y cariñosa ha descartado que fueran peligrosos. Todo en orden pero póngase siempre crema, ¿eh? Y preocúpese si alguno es muy deforme, empieza a sangrar o le duele.
Como aún guardo parte de mi vocación periodística, me he pasado un rato leyendo sobre estos puntitos que nos cubren el cuerpo. Su nombre científico es nevus melanociticos y son en realidad tumores benignos que aparecen por la acumulación de las células que colorean la piel. Pero siempre les hemos llamado lunares porque hace muchos años se creía que esas manchas aparecían por el influjo de la luna. Antes de la ciencia, el mundo se explicaba con la magia.
Hubo un tiempo en que estos puntitos oscuros en la cara no eran signo de alarma sino una moda. De hecho, había lunares artificiales hechos de trozos pequeños de tela negra que se pegaban en la piel. En “La mujer en el siglo XVIII”, Edmond y Jules de Goncourt cuentan que esos lunares, que los franceses llamaban “mouches” (o sea, moscas, muy gráfico, los franceses casi nunca hablan con rodeos), eran pequeños pedacitos de tafetán, muselina o seda pegados a la cara, el cuello o el escote. Resaltaban la blancura de la piel y también se utilizaban para disimular las imperfecciones. Además, existía todo un código sobre el significado de las moscas, igual que con los abanicos. Si el lunar-pegatina estaba en la frente, indicaba majestuosidad. En el rabillo del ojo, pasión. En la comisura de la boca, erotismo. Cerca del pecho, generosidad y en el mentón, discreción.
En realidad, no se lo habían inventado los franceses. Ya en la antigua Roma se utilizaban, sobre todo para tapar verrugas o heridas, y podían ser mucho más grandes que el tamaño de un lunar. Pero cuando más éxito tuvo eso de ponerse tiritas negras fue durante las epidemias de viruela, porque todo el mundo que la había sufrido quería taparse aquellas feas cicatrices que dejaba la enfermedad.
Aparecen incluso en uno de los cuentos más viejos del mundo, La Cenicienta, concretamente en la versión que escribió, en el siglo XVII, Charles Perrault. No es broma. Después de hablar sobre el baile que daba el príncipe azul, Perrault cuenta cómo las dos malísimas hermanastras se van a escoger vestidos: “Mandaron a llamar a una buena peinadora para que hiciera maravillas y enviaron a por lunares a la tienda donde mejor los fabricaban. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, porque su gusto era exquisito, y les dio excelentes consejos”.

Así que, lunares aparte, resulta que en la versión del cuento A.d.D (antes de Disney), las hermanastras reconocían y apreciaban el buen criterio de Cenicienta. Y aún más: cuando el príncipe encuentra a la verdadera dueña del zapato de cristal, las hermanas le piden perdón, muy arrepentidas, a Cenicienta y ella las perdona y hasta les pone una habitación en el castillo. Ni rastro de esa bondad de unas y otra en la versión de dibujos animados con la que nos hemos educado generaciones enteras.
Haciendo un triple salto mortal hasta la actualidad, cómo no hablar del lunar como símbolo de erotismo en el Hollywood clásico. De Marilyn Monroe, claro, que hizo del suyo en la mejilla uno de sus signos más característicos, igual que su melena rubia. O de Cindy Crawford, a quien en uno de sus primeros trabajos le aconsejaron que se quitara el lunar en la comisura del labio. No lo hizo porque su madre le dijo: “Tú veras, haz lo que quieras, pero esa marca te hace especial”.
Amor y miserias
Hablando de madres, acabo de leer una novela que me ha removido y me ha encantado y que, en parte, habla de la maternidad. También de las incontables aristas de las relaciones de pareja aparentemente consolidadas, y de las amistades tan fuertes que forjamos en la adolescencia.
‘Las lealtades’ de Delphine de Vigan es una historia a cuatro voces -todas arrastran alguna herida- que se lee del tirón. Théo, un (todavía) niño de 12 años, hijo de padres divorciados que encuentra en el alcohol una vía de escape. La profesora de Théo, con un pasado marcado por los abusos. Mathis, el amigo de Théo, siempre fiel (será esa lealtad la que al final, ojalá, les salve un poco a todos). Y Cécile, la madre de Mathis, cuyo mundo de repente se tambalea cuando descubre un secreto sobre su marido.
Hay dos clases de personas, las que al leer un libro lo subrayan (como por ejemplo: Xacobe Pato) y las que doblan las esquinas de las páginas más bonitas. Yo soy de las segundas; en ese acordeón del lomo está esta reflexión de una de las protagonistas:
Tengo treinta y ocho años y no tengo hijos. Albergo dentro de mí, y sin que lo sepa nadie, al hijo que no tendré. Pueblan mi vientre estropeado rostros de piel diáfana, dientes minúsculos, cabellos de seda. Y cuando se me formula la pregunta -cada vez que conozco a alguien, en particular mujeres- cada vez que me preguntan si tengo hijos, cada vez que debo resignarme a trazar en el suelo esa línea con tiza blanca que divide el mundo en dos (las que tienen, las que no tienen), me entran ganas de decir: no, no tengo, pero mira en mi vientre todos los hijos que no he tenido, mira cómo bailan al ritmo de mis pasos, mira la energía que no he gastado y que queda ahí para repartir, mira la curiosidad cándida y salvaje, que es la mía, y el apetito de todo, mira la niña que sigo siendo yo por no haber sido madre, o gracias a eso.
Si lo habéis leído, decidme que os pareció. Lo acabé hace días y aún sigo pensando en Théo, asumiendo que probablemente estaba equivocada y que lo más difícil (o doloroso, que no siempre es igual) de ser madre no está en los primeros meses o años, sino después, cuando empiezan a crecer, a ser vulnerables a cualquier peligro disfrazado de tentación. Me dejó tocada también otro libro de la autora, Los reyes de la casa, sobre esa locura - que ya a nadie sorprende -que es haber vendido nuestra intimidad en las redes sociales. Hice autocrítica, pero me queda un trecho. Me parece que la gran virtud de Vigan es cómo disecciona las relaciones, su mirada abierta (sin piedad pero sin juicio) sobre las contradicciones del mundo.
Os dejo con una playa de Asturias. Como hoy iba la cosa de lunares y protegerse del sol (como hija de manchega esto lo tengo muy metidito en la cabeza desde niña), he pensado en alguna playa que tuviera sombras aseguradas. Y aquí el norte de España, con sus bosques y sus montañas que casi llegan al mar, juega con ventaja.
Esta es la playa de Otur, de casi 600 metros de largo y delimitada por dos arroyos. Está en el concejo de Valdés, a muy poquitos kilómetros de Luarca (que también es un pueblo precioso). La playa está rodeada de pinares y cuando baja la marea se puede acceder a decenas de cuevas pequeñas entre las rocas donde jugar a buscar cangrejos o tesoros, declararse, contar secretos o, simplemente, escapar del sol.
Hasta la semana que viene,
Muchas gracias, María periodista, investigadora, lectora y crítica. Tus recomendaciones son órdenes (tengo pendiente desde hace demasiado tiempo a la autora, así que ahora siento mayor urgencia por darle prioridad). Qué emoción leer la alusión al concejo de Valdés, tierra de mis abuelos y de mis padres, donde, en efecto, queda mucho por (re)descubrir. Allí os esperamos, sol y sombra, para cuando queráis y podáis volver. Buen día.