15. Mujeres en la selva y paraísos en extinción
Eduardo Sanz era el pintor del mar. Isabel Villar, de las selvas y los animales salvajes. Los dos vivieron juntos en Santander, desde donde hoy escribo esta carta.
“¿Qué es lo último que ha pintado”?, pregunta el periodista a una anciana llamada Isabel Villar. Esa anciana tiene 90 años y pinta con la misma pasión que lo hacía cuando tenía 15. “Una cascada bajo la que se bañan mujeres desnudas”, responde ella. “¿Y cuánto tiempo tardó en realizar ese cuadro?”. “El mismo que tardo en hacer una sopa de verduras”.
Me ha vuelto a pasar. Yo sabía bien quién era Eduardo Sanz, pintor cántabro experto en replicar el mar enfurecido, que se empeñó en retratar todos los faros de España, que supo capturar en sus lienzos las olas que cambian cada instante. En casa de mis padres cuelga una lámina de una de sus exposiciones y cuenta una leyenda familiar que hace muchos años, cuando todavía sus obras no se vendían a precios desorbitados, mi madre estuvo a punto de comprar uno de sus cuadros pero mi padre -que era menos lanzado- creyó que no era buena idea. Después los precios subieron y ya no pudieron permitírselo (esa frase podría resumir el sentimiento de una generación). En fin, el caso es que aquí, en Santander, de donde era Eduardo Sanz y donde vivieron siempre Eduardo (ya fallecido) y su mujer, Isabel Villar, hay un faro precioso, el faro de Cabo Mayor, que alberga en su interior un pequeño museo -el que más veces he visitado en mi vida- dedicado a la difusión y a la preservación de obras dedicadas al mar y que, desde 2013, año en que murió Sanz, rinde homenaje a este pintor.
En una de las salas hay todo tipo de objetos sobre los faros (sellos, cajas de cerillas, latas de conservas, cómics). En la otra sala, la más grande, que fue hace mucho tiempo la casa de los fareros, están los cientos de dibujos, grabados y pinturas que Eduardo Sanz fue haciendo a lo largo de su vida, dedicados la mayor parte a esas torres de piedra que en mitad de las noches guían a los marineros.
Este lugar, junto al paseo por los acantilados del Faro (también llamado Faro de Bellavista, no me sorprende) es el sitio al que siempre mando a cualquiera que visite Santander por primera vez. Asomarse al Cantábrico desde allí es sentirse más frágil -qué inmenso es el océano y qué absurdo que, cuanto más sepamos, más inabarcable parezca lo que desconocemos-.
Pero como decía antes -perdón, tiendo a enredarme- con Eduardo e Isabel me ha vuelto a pasar. Me he encontrado con una mujer desconocida y talentosa detrás de un hombre que admiraba y, sólo por eso (¿hace falta más?) algo se me ha revuelto. A él, le conocía, visitaba sus cuadros cada verano. De ella, en cambio, apenas sabía que era su mujer, que también pintaba. Así que valga esta carta de amor para contaros quién es esa anciana de 90 años que todavía dibuja mujeres en cascadas, con la misma tranquilidad con la que prepara la cena.
Isabel Villar nació en Salamanca y aprendió -como todos los niños- a dibujar antes que a escribir. Se le daba muy bien y quería hacerlo a todas horas. Así que en el colegio hacía trueques con los compañeros. Ellos le hacían los deberes y a cambio recibían dibujos maravillosos. Las monjas del colegio también se aprovechaban de sus habilidades y le encargaban retratar aquí y allá a las vírgenes cada vez que había una fiesta o venía alguien de visita. Poco antes de acabar el colegio Isabel anunció a sus padres que ella lo único que quería hacer en la vida era pintar, así que hizo las maletas y se fue a Madrid a preparar el ingreso para la prestigiosa Real Academia de Bellas Artes De San Fernando. Aprobó el examen y empezó a ser pintora.
Al poco ya se había integrado en un grupo al que luego llamarían ‘La Cepa’, porque ese era el nombre de la céntrica taberna madrileña donde Isabel y otros incipientes artistas se reunían a hablar de cuadros, sueños y desvelos. Eran los años 50 y la pintura era para ellos, una vía de escape, una forma de resistencia. Porque en contraste con aquellos años negros de la dictadura, muchos artistas en España empezaron a brillar, a triunfar fuera, a dar a conocer otras maneras de entender el mundo.
En alguna de aquellas tardes de pintura frenética, Isabel conoció a Eduardo Sanz -la mayoría de sus colegas eran hombres- y se hicieron amigos antes que amantes. “Los chicos entonces te invitaban a ir a bailar o al cine, pero Eduardo me invitaba a salir a pintar paisajes los domingos. ¿Cómo no me iba a enamorar de él?”, contaba Isabel en una entrevista reciente. Se casaron en 1963 y se fueron a vivir a Santander donde un año después nació Sergio, su único hijo (que acabaría dedicándose al mismo oficio que sus padres).
La historia se repite. Isabel dio un parón a su carrera. Ella ha contado después que fue su decisión, que no era impuesto. “No me importó esperar un poco para hacer lo mío. Había nacido mi hijo y estaban las cosas de la casa”. No le importó esperar porque, en general, a nosotras nos importa menos ceder. Porque en algún lugar de nuestros huesos nos crece a todas una cosa que se llama culpa, que va creciendo poco a poco, y que brota sin control cuando damos a luz. ¿Vas a dejar a tu cachorro sólo? No, claro que no, vas a dejar todo lo demás para cuidarle, para alimentarle, para protegerle. Como si todas esas cosas no las supiera hacer un hombre.
Durante tres años -los primeros años son los más duros, a las pruebas que viven conmigo y a los libros me remito- Isabel se dedicó a cuidar y también a hacer maravillosas obras de artesanía que vendía muy bien. “No tenía claro lo que quería hacer, Eduardo sí, me sirvió para ir pensando”. Cómo se tiene algo claro cuando tu vida cambia de manera salvaje. Cuando un niño invade tu espacio con preguntas. Cuando tu cuerpo se transforma para cobijar a otra persona. Cuando empiezas a saber qué es el miedo porque ahora no estas solo tú y, al mismo tiempo, porque si dejas de estar, todo se tambalea.
A finales de los 60 la familia volvió a Madrid, Eduardo Sanz realizó sus primeras exposiciones y le invitaron varias veces a la Bienal de Venecia. Tenían más dinero y eso lo puso todo más fácil. Isabel, con casi 40 años, volvió a pintar. Y, desde entonces, no ha dejado de hacerlo.
Durante casi medio siglo ha creado en sus pinturas un mundo fantástico donde las personas y los animales salvajes viven juntos, un lugar lleno de selvas, bosques, cascadas, de niñas convertidas en mariposas y mujeres desnudas a la sombra de árboles inmensos. Mujeres que a menudo están solas o tal vez sólo acompañadas de un león o un leopardo.
“Sí, siempre he pintado mujeres, no sé por qué…El mundo de la mujer es lo que más me importaba”, relataba la propia Isabel en el prólogo del catálogo sobre la exposición más extensa de su obra, organizada en 2018 por la galería Fernández Braso, en Madrid.
En los cuadros de Isabel hay sol y paz, paisajes paradisíacos con una naturaleza exuberante, mujeres jóvenes y orgullosas que parecen no necesitar nada más que sentir la hierba acariciando sus cuerpos mientras descansan. Mientras tienen tiempo.
Hace unos días, cuando ya sabía que quería escribir sobre ella, fui con Manel y Vera a ver el Museo de la Naturaleza de Cantabria. Era una mañana lluviosa, casi de otoño aunque era junio. Vimos, a la entrada, una sala gigantesca llena hasta el techo de mariposas disecadas, de todos los colores. Casi todo el museo está dedicado a piezas de taxidermia de los animales que viven o lo han hecho en Cantabria. Hay osos pardos, águilas, ardillas. Y también, en un pasillo algo apartado, un espacio que el museo ha querido dedicar a otra visión de la naturaleza. Allí hay un puñado de cuadros y esculturas donde la naturaleza es la protagonista. Y allí está “El Lobo”, pintado por Isabel Villar en 1983.
Y ese lobo no parece malo, como aquellos que habitaban los cuentos de la infancia. Es un lobo que no quiere comerse a las ovejas. Aúlla, pero tal vez lo haga sólo para hacer ruido, para decir que está vivo, como quien canta en voz alta. Las ovejas tampoco cumplen con las expectativas de su especie, no hacen todas lo mismo, algunas descansan y otras examinan a ese lobo tan grande, tan bello, con curiosidad. Pero no están asustadas. Tampoco las dos mujeres desnudas que más abajo duermen. Como si todos los días fueran a ese mismo prado a echar una siesta lejos del mundo conocido y real. Un mundo donde hay ruido y violencia, monstruos disfrazados de ciudadanos ejemplares y árboles que se están quedando cada vez más secos, menos verdes. Un mundo donde los lobos están en extinción, como los paraísos que no cuidamos lo suficiente.