21. Dejad que los niños suban a los árboles
Un día estuve buscando a mi hijo por el parque. Cuando ya pensaba que lo habían secuestrado, escuché su vocecita desde lo alto de un olivo.
Tengo muy pocos recuerdos de mis primeros años de vida pero, entre los que resisten, hay algunos muy marcados, como el día que una niña de clase me clavó tan fuerte su uña en la mano derecha que me hizo sangre (aún tengo una muesca diminuta en forma de media luna en ese sitio). Otros, más que referirse a una escena, me traen a la memoria cosas que me encantaban. Empezar diarios. Dibujar sirenas. Subir a los árboles. Así que cuando Manel y Vera -seis años y “tres casi cuatro”, en palabras de la pequeña de la familia- trepan a los árboles, intento conectar con la niña que fui para que no se apodere de mí el miedo a que se estampen y acabemos en urgencias. A veces, negocio con ellos: Podéis subir hasta esta rama; podéis llegar hasta lo más alto, saludáis y volvéis a bajar, igual el árbol no aguanta.
Vamos casi cada día al parque de Las Mujeres de Ventas, llamado así porque hace no tanto tiempo estuvo aquí la famosa cárcel que, durante el franquismo, llegó a albergar a más de 2.000 mujeres. Sobrevivían hacinadas, entre suciedad y enfermedades, casi sin comer. Muchas sólo pasaron brevemente por sus celdas antes de ser ejecutadas. Ahora sólo queda un pequeño cartel con el nombre. Echo de menos una placa que recuerde la Historia.
Regreso al presente. Nuestras tardes transcurren en este pequeño parque cercano al colegio público donde van mis hijos, en el que hay varios árboles y una planta enredadera gigantesca, perfectos para escalar. Un día estuve buscando a Manel por todos los rincones y justo antes de asumir que quizá lo habían secuestrado, escuché su vocecita desde lo alto del olivo central. En respuesta a mi estado de nervios me invitó a subir a su casa del árbol. Le dije que yo era demasiado grande para aquel hogar con ventilación pero que gracias, y que la próxima vez que fuera a instalarse en algún árbol tuviera la amabilidad de avisarme.
Escribo todo esto porque ando leyendo estos días un libro de Italo Calvino llamado ‘El Barón Rampante’. Su protagonista es Cosimo, un niño de 12 años que, en un gesto de rebeldía contra sus padres, decide trepar a una encina del jardín familiar. Desde entonces y durante años (si, habéis leído bien, años) permanece fiel a su decisión y no vuelve a bajar al suelo. Aprende a cazar, se hace un abrigo y un sombrero de pieles para el invierno, construye una pequeña casa en las ramas, se hace amigo de un ladrón y lee, lee durante horas los libros que su hermano pequeño le acerca.
“En suma: todo lo hacía en los árboles. Un día nos enteramos de que tomaba leche fresca todas las mañanas; se había hecho amigo de una cabra que iba a trepar a una horqueta de olivo, un sitio fácil. Él bajaba con un cubo a la horqueta y la ordeñaba. El mismo convenio tenía con una gallina; le había hecho un nido secreto en la cavidad de un tronco y encontraba allí, día sí, día no, un huevo, que se bebía tras haberle hecho dos agujeros con un alfiler”.
Leyéndolo, a Cosimo le pongo todo el rato la cara de Manel y a Viola, una niña que vive en la casa de al lado y es fanática de columpiarse, la cara de Vera. Y me parto de risa con que la madre del protagonista haya sido apodada “La Generala”, porque todas las madres somos un poco bastante de dar instrucciones y órdenes.
El libro, como todos los de Italo Calvino, no es simplemente una historia ingeniosa sobre niños con ideas locas. Es una reivindicación de la utopía, de la rebeldía, del inconformismo. Es, también, una novela sobre la importancia de mantenerse firme en las convicciones y sobre cómo ese compromiso a veces conlleva ciertos sacrificios.
Que necesitamos -literalmente- a la naturaleza es una verdad obvia pero conviene recordarla, más aún si vives en una ciudad -pongamos que hablo de Madrid- donde el asfalto va ganando terreno a las zonas verdes. Hace unos 40 años, el biólogo Edward O. Wilson propuso el término biofilia para referirse a la conexión innata del ser humano con los árboles, las plantas y los animales con los que hemos coexistido durante miles de años. Wilson defendía que ese contacto con la naturaleza nos hace estar en paz, en armonía. José Antonio Corraliza, catedrático de psicología en la Universidad Autónoma de Madrid, ha investigado en los últimos años algo llamado efecto moderador de la naturaleza: los niños que pasan más tiempo corriendo por los bosques, trepando árboles o buscando insectos en la tierra, sobrellevan mejor las situaciones adversas. Pienso en una antigua costumbre en Japón, los “baños de bosque” o, en el original, shinrin-yoku, que significa absorber la atmósfera del bosque.

La naturaleza nos recuerda lo breve que es nuestro paso por el mundo. Nos alerta del peligro-las tormentas, los huracanes, la caída de un árbol demasiado alto- pero, en su belleza, en su majestuosidad, en su capacidad para sorprendernos, también nos hace más poderosos y, quizá por eso, más libres.
Pensaré en todo esto cuando vuelva a acercarme mañana o pasado mañana al parque de todas mis tardes. E intentaré recordar que yo también quise una vez subir a los árboles. En algún momento, supongo, todos nos hacemos mayores y dejamos de hacerlo. Pero el impulso de trepar, de ver el mundo desde otra perspectiva, el impulso de hacer algo que no está permitido, de ir contracorriente, de llegar un poco más lejos, hasta tocar las ramas más altas, las más inaccesibles, ese impulso sigue ahí. Y menos mal que sigue.
…….
PD: Por casualidad, en mi búsqueda compulsiva de árboles, ramas y niños, he llegado hasta un libro que lleva por título “Llenos los niños de árboles”. (Precioso) Es un poemario de Cristina Sánchez Andrade. Y en él, he encontrado estos versos
Montoncitos de tierra,
briznas de hierba e insectos descuartizados
en los huecos muy oscuros y a lo largo de la pared.
Programada para algo que desconoce,
viene y va,
da vueltas, recoge
aquí y allá los materiales del amor.Como la gallina
que defiende a su pollito
aunque jamás sintió cariño hacia su huevo.
A mí me encantaba subir a los árboles.
Los eucaliptos eran mis favoritos porque llegaban fácilmente a más de 4 o 5 metros de altura. Eran la pesadilla de mi abuela, pero mis padres no le daban tanta importancia.
Yo era la mayor de mis primos. Una vez mi padre nos dijo que si le ayudábamos con tareas de la casa de campo nos daría una paga. Les convencí para gastarla en un arnés, una cuerda y una polea de pozo. Trepé a lo alto del árbol y monté un sistema para subir a mis primos más pequeños allí arriba también.
Creo que fue demasiado. La siguiente vez que volví a intentarlo, mi abuela había mandado podar las ramas bajas de los eucaliptos de toda la finca y no fui capaz 😂
Ahora que soy mamá, me tocará valorar todas estas cosas cuando a mi peque le llegue el momento de trepar.
Gracias por hacerme pensar en ello 🫶
Qué bonita y, como siempre, necesaria reflexión. Eternamente agradecida por recibir esta hebra. Tiro de ella y recuerdo aquella escena de Matrimonio de conveniencia (Green Card) en la que Gérard Depardieu despierta la pasión (además de la conveniencia) por que los niños suban a los árboles. La serie de Ítalo Calvino sobre Nuestros antepasados debería ser de lectura (es decir, felicidad) obligatoria.