32. Hildegard, María la tonta y yo
Gracias a la película ‘La Virgen Roja’ descubro a otra mujer, María Domínguez, que fue la primera alcaldesa de España y acabó fusilada. Esta es su historia ñ
Un día de Reyes de hace varios años, cuando todavía llenábamos el salón de paquetes, en pleno baile de papeles de colores y caras de sorpresa, en mitad de la batalla por recoger tanto cartón, mi madre acabó tirando un jersey que le había regalado Baltasar -tal vez fuese Melchor- al contenedor. Era precioso, color azul cielo juraría. Tan bonito que nos pusimos a idear un plan para rescatarlo de la basura. Tras mucho pensar, dimos con la herramienta perfecta: el palo del toldo de mi terraza que, sacado de sitio y de contexto, parecía una caña de pescar tamaño xxl. Así que allí nos plantamos mi madre, mi hermana y yo, delante del contenedor, intentando que el jersey picara el anzuelo. Funcionó y lo celebramos más que si hubiéramos conseguido un peluche en la feria. Creo que fue entonces cuando empezamos a plantearnos que quizás nos habíamos pasado con el número de regalos y teníamos que rebajar este loco ritmo consumista.
Luego tuve hijos. Cuando tienes en casa dos criaturas con la imaginación disparada, capaces de escribir unas siete cartas diferentes a los Reyes Magos desde principios de diciembre, ellos se vuelven los protagonistas absolutos. Y los adultos acaban un poco destronados. Y desquiciados. Es la ley del más fuerte. Así que voy a confesar algo que me revuelve un poco. Sí, es precioso verles abrir regalos la mañana del seis de enero o el día de Navidad, pero también me deja mal sabor de boca saber que bajo el árbol como mucho habrá un detalle para mí, casi seguro un libro (previamente pactado y muy bien recibido, por cierto) y poco más. Porque la verdad es que la mayoría de los regalos entre adultos son cosas pedidas (algunos, con talla, tienda y referencia exacta) cosas que necesitamos (más bien, caprichos que nos decimos que nos harían más felices) o, y esto es lo peor, cosas absurdas que no sabes por qué te regalan (por compromiso o por inercia, horribles razones para gastarse los dineros, meta usted aquí todos los calcetines, bufandas y velas, espero que al menos fueran de las que huelen de verdad).
Hay otra cosa que me pone un poco triste y es lo rápido que nos cansamos de las cosas. O quizás es el agotamiento lo que me angustia, no lo fugaz que es todo (aunque esto tampoco lo llevo bien, yo necesito botones para reducir la velocidad de las cosas, no al revés, querido Whatsapp). Quiero decir, que hasta me canso de mis hijos. Entiéndaseme bien, por favor. Los quiero, han estado dentro de mí y es emocionante verles crecer, desde lo literal -el tamaño de sus deditos, que ya no son de bebé- hasta lo metafórico -cuándo empiezan a pensar en los demás y no sólo en ellos mismos o cuando empiezan a perder la ingenuidad.
En serio, me encanta darles besos en modo ráfaga y preparar cada cinco de enero un camino de papelitos dorados desde su habitación a la terraza para que sigan el rastro de los Reyes y me gusta explicarles palabras nuevas, como probabilidad o arcón o glaciar. Pero llevamos 17 días de vacaciones y el vaso de la paciencia está a punto del desbordamiento. Ayer por la tarde, sin ir más lejos, me encerré en mi cuarto a escribir unas pocas líneas y acabé gritándoles de manera dramática: “¡Que me dejéis en paz, que no quiero estar con vosotros más!” cuando una hora y pico después treparon a mi cama como si fueran elefantes, el uno haciendo hechizos onomatopéyicos o rapeando, no lo sé bien, y la otra emitiendo una media de siete “mamiiiis” al minuto.
De lo que quería hablar hoy, en realidad, es de una mujer a la que descubrí por casualidad, después de ver hace unos días, ‘La Virgen Roja’. La película está bien, entretiene, aunque a ratos se vuelve repetitiva (algo imperdonable teniendo esa materia prima, una historia real y truculenta a más no poder). Pero, a lo que voy, cuenta la vida de Aurora y su hija, Hildegart, a la que la primera prepara a conciencia para desempeñar un papel fundamental en la Historia y, sobre todo, en el movimiento feminista. La crea y moldea para convertirla en la primera Mujer Libre (buena suerte). Hildegart nació en 1915, aprendió a leer a los 2 años, sabía no sé cuántos idiomas cuando tenía 10, fue la abogada más joven de España y escribió 16 libros siendo apenas una adolescente. Y a los 18 fue asesinada por su madre que, quién lo iba a imaginar, estaba como una regadera.

Cuando acabé la película me puse a leer un poco más sobre Hildegart, sobre los libros que publicó, algunos revolucionarios para la época, que trataban de los anticonceptivos o el control de enfermedades venéreas, pero también sobre política. Hildegart, además, escribió un prólogo de una docena de páginas a un libro llamado ‘Conferencias de Mujeres’ (aquí se puede leer, bendita Hemeroteca), que reunía una serie de discursos pronunciados por aquel entonces por María Domínguez, la primera alcaldesa de España y una mujer fascinante de la que yo no había oído hablar (esto me sucede con mucha frecuencia, aquí un ejemplo).
Aquel libro se publicó en 1933. “Es llana, sencilla, afable; con un corazón grande, muy grande, que se ve inundado de justicia y de cordialidad. María Domínguez tiene una fisonomía clara y luminosa, unos ojos inteligentes, una sonrisa de paz en la boca”, escribía nuestra amiga Hildegart. Para entonces, María Domínguez ya había dimitido de la alcaldía porque se había hartado de las críticas -qué cosa tan extraña, una mujer que es la primera en algo, juzgada. Dio igual porque ya había hecho su revolución. Esta es su historia.
‘María la Tonta’, como la llamaban en su pueblo, Pozuelo de Aragón (Zaragoza), por obedecer a su madre cuando le decía que las mujeres no podían levantar la mirada del suelo ni mirar a los hombres a la cara, nació en 1882 en una familia de jornaleros muy humildes que no sabían leer ni escribir. Tuvo que dejar la escuela pronto para ponerse a trabajar, en la vendimia o recogiendo olivas, pero los pocos, poquísimos ratos que tenía libres los dedicaba a devorar cualquier página que cayera en sus manos o que le prestara su padre. Libros de santos, la Biblia, o cuentos que encontraba en el colegio.
Cuando tenía 18, la obligaron a casarse con un hombre con algo más de dinero que la pegaba y la humillaba. Siete años después decidió abandonarlo. Así lo contaba ella en una entrevista que le hicieron en 1932: “Un buen dia salí de mi casa con lo puesto -dos reales teníamos de capital conyugal-. Fui a ver a una amiga, conseguí que me prestara algún dinero y, a pie, por el monte huí del pueblo. A pie caminé hasta Navarra, hasta la estación de Cortes y allí tomé el tren para Barcelona”. Su marido la denunció, pero afortunadamente no fue detenida. Al poco de establecerse sola en la ciudad, se compró una máquina para hacer medias y con ello logró subsistir sin tener que trabajar en el campo.
Pero ella lo que quería era ser maestra porque estaba convencida de que la educación podía transformar la sociedad, hacerla más justa, más igualitaria. Se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios y enseñó durante un tiempo en un colegio del Valle de Baztán.
Para poder dar lección a mis alumnos abría la escuela a las siete de la mañana, y la cerraba a las diez. Entonces me iba a pie a Almando, una hora de camino, y mi amigo don Pedro, que era maestro, me enseñaba la lección que tenía que explicar por la tarde. Me volvía a Mendiola, abría mi escuela a la una de la tarde, daba la clase, la cerraba a las tres y me volvía a marchar a Almando, a que don Pedro me explicara la lección que yo tenía que enseñar al día siguiente por la mañana. Me la explicaba, y de nuevo me volvía a Mendiola a dormir. Cinco horas al día era maestra, cuatro, caminante, y dos, alumna.
Mientras tanto, no dejó de leer ni de escribir. Y, en 1926, después de enviudar de su primer marido, volvió a casarse con un esquilador, Arturo Romanes, que vivía en Gallur y junto al que fundó, en ese pueblo, una sección del sindicato UGT.
Unos años antes de establecerse en Gallur, con 34, venció su baja autoestima y se atrevió a mandar un texto a un periódico madrileño que aceptó publicarlo. Poco después empezaría a escribir también para el Ideal, un semanario republicano que se imprimía en Aragón y desde cuyas páginas defendió las ideas de la República , reclamó que las mujeres desempeñaran un papel más activo en la sociedad, que pudieran ser dueñas de su economía y proclamó la importancia de que todos los niños recibieran una educación. Algunos de aquellos textos los firmó como María la Tonta, riéndose de aquel viejo mote. Si soy tan tonta cómo es que soy maestra y leo a Victor Hugo y al mismísimo Cervantes. Si soy tan tonta cómo es que escribo en un periódico. Cómo he conseguido ser independiente.
Siempre rechazó la idea de utilizar la violencia para transformar nada, por muy gris que fuera el horizonte. Faltaban apenas unos años para que se proclamara, en 1931, la Segunda República.

Un año después, los vecinos de Gallur presionaron para que dimitiera el ayuntamiento y, al poco, el gobernador civil eligió a María Domínguez como presidenta de la Comisión Gestora que se puso al frente del pueblo. Era la primera vez en la Historia de España que una mujer dirigía un ayuntamiento en un periodo democrático. Sólo duró seis meses en el cargo pero en ese tiempo su actividad fue frenética. Saneó las maltrechas arcas municipales, mejoró las infraestructuras, todas muy pobres y escasas, construyó una escuela digna y puso en práctica las nuevas normas laborales que se estaban aprobando. En febrero de 1933, cansada de las críticas dentro del pueblo, dimitió de su cargo y volvió a enseñar.
En el prólogo de ‘Conferencias de Mujeres’, Hildegart cuenta una anécdota preciosa sobre cómo enseñaba María. “Atrajo a los niños de su pueblo hacia los árboles, de los que antaño no cuidaban, sorteándolos entre ellos y otorgando así, a cada niño, el privilegio de poseer un árbol, que regaba semanalmente, y donde figuraba, en una chapita, su nombre como padrino de aquel ahijado forestal”. ¿Bonito, no? Regalar a cada niño, un árbol. Cuidarlo, como se cuida a un buen amigo, preocupándose porque tenga agua, luz, espacio y otros árboles fuertes cerca.
Poco después de empezar la Guerra Civil en 1936, María Domínguez, que creía que estaba a salvo porque hacía tres años que vivía al margen de la política, que confiaba en que no le pasaría nada porque se había refugiado en una hermana mucho más conservadora que ella, fue fusilada por las tropas nacionales en las tapias del cementerio de Fuendejalón (Zaragoza), el 7 de septiembre de 1936. Su cuerpo no fue exhumado hasta 2021, en el cementerio, junto a los de otras víctimas. Tenía un tiro en la nuca. El único objeto personal que se halló cerca del cadáver fue una peineta, destrozada por la bala que la mató.
En uno de sus primeros discursos, María Domínguez hablaba así sobre feminismo:
¿ La mujer es inferior o superior al hombre? Muchos escritores afirman que la mujer es un animal sin sentimiento alguno. Schopenhauer, en su libro El amor, las mujeres y la vida, insulta a la mujer, y dice que “El matrimonio es una celda que la naturaleza le prepara al hombre”. Otros escritores, entre ellos Oscar Wilde, nos llenan de adjetivos que, por cierto, no son flores, pero ninguno lo hace con el pensamiento puesto en la madre que los llevó en su seno y les dió sus besos y sus ca ricias. Esa madre, por el solo hecho de serlo, debería merecer todo su respeto y todo su cariño, y en ella debieran respetar a las demás mujeres y al querer rebajarlas se rebajan a sí mismos, puesto que su primer aliento, y aun antes de ser formados era el claustro materno de la mujer quien los llevaba.
Puede que ahí esté la clave. Si todos nacemos de una mujer, ¿no deberíamos estar al menos obligados a respetar a quienes durante nueve meses nos alimentaron, quienes se aseguraron de que crecían nuestros huesos, nuestros pulmones, nuestro diminuto corazón? ¿No deberíamos también respetar a las madres de esas madres? Y a sus hijas y a sus primas, y a sus parientes lejanas y a las abuelas de todas y si quedara alguna otra mujer, también a ella. ¿No deberíamos, como mínimo, estar obligados a devolver ese cuidado en forma de igualdad, nada más, a la mitad del mundo por la que estamos vivos? Por la que seguimos teniendo agua y luz y espacio y otros amigos cerca.
Quizás me he pasado de intensidad para una cuesta de enero. Un abrazo gigante, de esta otra María, que ya quisiera ser la mitad de tonta que aquella otra de la que les hablé.
Muy de acuerdo con lo que escribes, como de costumbre. Gracias por compartirlo.