36. Cuento de Lisboa
Diario de un viaje a la ciudad de los azulejos, los tranvías y los miradores. Creo que me podría acostumbrar a vivir en estas callejuelas, alimentándome de pastelitos y vino verde. Obrigada.
30. 01. Ayer llegué a Lisboa. Fue un impulso, un capricho de última hora. Creo que me podría acostumbrar a vivir aquí, a venir a por las mañanas a este bar Rey Don Carlos y pedir una “meia de leite” y otro pastel de nata, tan crujiente. Qué bien volver a ser esa persona que era antes de tener hijos y un mapa semanal de extraescolares, comidas y cenas. Volver a encontrarme con esa soledad (no sé si la palabra es libertad) tan lejana cuando todos los días suenan a parques infantiles y distintos timbres de voz diciendo a la vez: “mami”. Sola, también porque Io se queda cuidándoles. (Gracias ☺️).
Sola, a veces es necesario estarlo para poder mirar, pasear, pensar. Suena ‘Skinny Love’, de Bon Iver, en el móvil. Recuerdo aquello que alguien me contó, sobre cómo Aristóteles se empeñaba en enseñar a sus alumnos paseando, les pedía que salieran del aula y caminaran, para despertar su creatividad. Busco la palabra olvidada: peripatéticos, que viene de pasear alrededor de algo, así se llamaron luego los seguidores del filósofo.
Apuro el café, el sol se cuela entre las ramas de los árboles de la Avenida Dom Carlos. La última vez que vine a Lisboa fue antes de casarme, hace 9 años. Cojo dos autobuses para llegar hasta el Palacio de los Marqueses de Fronteira, recomendación de Aitor, ex lisboeta (sigue siéndolo de corazón). Este lugar como de cuento aún está habitado por un descendiente del primer marqués de Fronteira. Me pregunto, paseando por los jardines barrocos, completamente vacíos, si se sentirá afortunado por estas vistas, este privilegio. Quizás todos vivimos ajenos a la suerte de estar aquí, vivos, despiertos.
Por todos lados hay azulejos y paredes pintadas de azul añil, un color que se asociaba a refinamiento y prestigio. También es el color del cielo y quizás por eso tenía fama en las decoraciones de exterior, por combinar tan bien con el paisaje. Sentada en unos bancos de mimbre (a tu salud, marqués) admiro la delicadeza con que debieron ser pintados tantos azulejos. Representan profesiones y animales, dioses y antiguos reyes. Llevan allí desde 1671. Vuelve a salir el sol y las copas de los árboles se mecen. Una mujer vestida con un mono verde arranca malas hierbas cerca de una de las fuentes. Escucho ‘Lisboa’, cantada por Anavitoria y Lenine. Qué suave suena el portugués, como un abrazo o una nana, como un trabalenguas muy dulce.
Estoy aquí, el día avanza, el mundo corre, todo pasa demasiado rápido. Con el dedo pulgar aliso las arrugas de mi frente, por todas las veces que he puesto mi cara de incomprensión. La misma que ahora adivino en la cara de mi hijo. Soy piel, huesos, músculos. Soy las venas de mis piernas, los lunares de mi espalda, la curva del cuello que siempre me acaba doliendo. Soy este cuerpo y todos los lugares por los que he paseado y estos ojos que lloran a veces sin motivo, ¿estoy haciéndome mayor? Soy estas manos con venas que tocan unos azulejos azules. Fríos. Fuertes a pesar de parecer tan frágiles.
Soy casi feliz, casi todo el tiempo. A veces, echo de menos a mi padre. A veces, echo de menos no tener veintitantos. Y no poder desandar el camino, no porque crea que estoy en uno equivocado, si no porque el tiempo me devuelve la certeza de que el abanico de finales abiertos va cerrándose.
Pienso en que caminar es el primer hito de la infancia. Que cuando deje de caminar estaré cerca de morir. Quiero estirar este día. Estirar esta sensación de escribir, de encontrar, my pocas veces, las palabras perfectas. Mejor dicho, las palabras justas. Quiero guardar esta sensación de caminar en un jardín que parece hecho para mí, este cosquilleo de poder elegir, ahora, en este momento, entre dos calles nuevas que no he pisado nunca, sin necesidad de que conduzcan a un lugar concreto. Descubrir por el mero placer de descubrir.
Llego hasta el Jardim de Estrela y encuentro una cafetería de forma circular, con paredes amarillas y ventanas grandes. Dos amigas se ríen a carcajadas, como siempre habría que reírse, un señor dobla el periódico para hacerlo más manejable, el viento tumba un cartel que ofrece helados, aunque estemos en invierno. Una mujer que parece cansada hace fotos a unas flores rosas que caen como racimos de un árbol. Me faltan nociones (básicas) de botánica, no sé cómo se llaman ese árbol y sus hijas de pétalos. Esa mujer tiene un hijo que da vueltas a su alrededor subido a un patinete y se queja, pero a ella no parece importarle. El lenguaje de los niños es universal.
Como en O’Lavrador, en Calçada da Estrela. Pido Bacalao A Gomes, que además del pescado portugués por excelencia, lleva patatas, huevos cocidos, cebolla, ajo, y aceitunas negras. Es uno de los platos del día, escritos a mano en una letra casi ilegible en el menú. A mi lado, un grupo de hombres comparten fuentes gigantescas de arroz con el que acompañan calamares a la brasa. Llevan chalecos naranjas reflectantes, beben cerveza y parecen contentos. La tele, al fondo, está puesta pero sin volumen. Los postres están expuestos en una vitrina de cristal, como en un museo.
Por la tarde paseo hasta el barrio de Alfama, trato de esquivar tuc-tucs y gente que ofrece bebidas exóticas, absurdas, vino dulce, caipirinhas. ¿Dónde estoy? Hay pintadas en los muros: “Tourists, go Home”, “Deixem nos vivir aquí”. Subo por calles empinadas, veo murales con cientos de ojos abiertos que me miran, una pared donde han pintado el cuadro de La última Cena y, al lado, un grafiti negro que dice “Jesus was palestinian”. Llego al Mirador de Santa Lucía, una barrera de personas esperan a capturar en sus móviles la mejor vista. También yo. En un banco, un hombre se apoya en una guitarra y bebe a morro una botella de vino. Bajo el arco que da acceso al castillo, un grupo de turistas hacen focos a un pobre pavo real que camina en círculos, desorientado. Paso de largo, pero se me queda dentro la sensación de que los turistas acabamos siempre haciendo el ridículo.
Atardece y quiero llegar a tiempo para coger el ferry que cruza al otro lado del Tajo. Así que bajo a toda prisa hacia la Plaza del Comercio. Suena ‘Fronteiras’ de Guadi Galego - “Cambiamos fronteras por puentes, trazamos un nuevo mapa”. El sol se está poniendo, el barco a Cacilhas está a punto de salir. No nada bonito, nada poético en este ferry atestado de gente agotada que ha terminado de trabajar para vivir. Las ventanas no dejan ver el mar, hay mujeres que suspiran, hombres con el ceño fruncido, un grupo de adolescentes que ven vídeos a todo volumen, un bebé que tiene mocos y los mofletes muy rojos, un tipo que se rasca con fuerza la cabeza debajo del casco de ciclista, una señora que hace equilibrios con tres maletines de ordenador distintos. Una chica va leyendo un libro de Barbara Pynn, ‘Mujeres excelentes’. Sonrío, lo leí hace tiempo.
Lucía me habló sobre Cacilhas. Desde aquí, en los días claros, se puede ver al sol despedirse entre las rejillas metálicas del Puente 25 de Abril y se disfruta de una panorámica de toda Lisboa, desde Chiado al Panteón Nacional, en Alfama. Pero ahora está nublado y el mar, revuelto. El cielo no va a ponerse naranja para mí. Camino por el muelle, hay locales abandonados y un restaurante con luces fluorescentes donde comen con la boca abierta los camareros de uniforme, antes de que llegue el primer turno. En el muelle hay graffitis, contenedores y algunas gaviotas buscando cena, sin éxito. Veo a un señor mayor, con el pelo blanco y gabardina, que avanza por una de las pasarelas que se asoman al mar con una cámara de fotos colgada del cuello. Hace tanto viento que por un momento pienso que le va a tirar al agua. ¿Será de aquí?
Cojo el ferry de las seis y media para regresar, es casi de noche. Desde la planta de arriba veo las últimas luces del día, el reflejo del cristal se confunde con el vaivén del mar. Suena ‘Los días malos’ de Niña Polaca. Bajo en Cais do Sodré y veo a lo lejos la noria iluminada que gira a cámara lenta. Camino un rato más, no quiero que se acabe el día. Ceno en un japonés porque la globalización era esto y me parece que este ramen está casi tan delicioso como aquel que nos tomamos, Io y yo, en un restaurante hecho de madera de bambú en Kioto. Han pasado 9 años, y se me sigue dando fatal comer fideos con cosas con dignidad. Le llamo, cómo ha ido el día, la cena, los cuentos, qué tal se han portado. El me dice: “disfruta”.
31.01. Vuelvo a la Cafetería Rey don Carlos y veo en la sonrisa de la camarera que me ha reconocido. Iré también, ya lo he decidido, a comer al mismo restaurante, porque cuando viajamos nos construimos pequeñas costumbres, como anclas para hacer hogar en las ciudades nuevas. Luego cojo un autobús diminuto hacia Campo de Ourique. Me bajo en la última parada y camino en línea recta hasta llegar hasta el Cementerio de los Prazeres, que se llama así (placeres) porque aquí había una Quinta, una finca de recreo, con el mismo nombre. El cementerio, el segundo más grande de Lisboa, fue creado en el siglo XIX después de un brote de cólera y era el escogido por las familias más adineradas de la ciudad. Otra vez parece que estoy sola en estas callejuelas de mausoleos y cipreses, salvo por un coche con el maletero abierto del que una pareja, anciana, saca con esfuerzo varios jarrones con flores. Hay varios gatos tumbados al sol. Veo el monumento a los bomberos muertos en incendios, en el que hay una casa en ruinas esculpida en piedra. También encuentro una tumba dedicada a los escritores portugueses, pero no está Antonio Tabucchi, aunque sé que está enterado en este cementerio. Tabucchi, que era italiano, se hizo escritor por su enorme admiración al poeta Fernando Pessoa. Por Pessoa, Tabucchi se licenció en Literatura Portuguesa y acabó enseñándola en la universidad, por él acabó viviendo a medias entre los dos países. Leed, si podéis, si no lo habéis hecho, ‘Sostiene Pereira’.
Dejo el cementerio. Todas las fachadas me parecen dignas de admirar. Dos niños pequeños se asoman a un balcón y al verme ahí, parada, como si no tuviera nada que hacer, me saludan. Leeré a Pessoa. Seguiré leyendo a Tabucchi. Se amontonan los libros pendientes. De camino a la Basílica de Estrela entro en una pequeña tienda de decoración y acabo comprando un abanico de mimbre. Cuando ya me he ido, pienso que debería haber cogido dos. Siempre le doy demasiadas vueltas a las cosas más insignificantes.
En la Basílica, compro una entrada para subir hasta la cúpula. Son 112 escalones por una escalera de caracol. Es casi medio día, dentro de poco sonarán las campanas. Me siento sobre la cubierta a escribir. Recuerdo, desde aquí arriba, otra escalera estrecha, oscura, para subir a la Cúpula del Duomo de Florencia. Fue el año que acabamos el instituto, aquel viaje a Italia y Grecia. Pienso en mis amigas, en qué estarán haciendo ahora, qué verán desde sus ventanas. Mando una foto al grupo que tenemos, que con muy buen criterio se llama “Ministras”, porque tenemos agendas igual de apretadas.
Vuelvo al restaurante O’Lavrador. También saludo a la camarera, le pregunto qué me recomienda y pido “solha frita con migas”. Un pescado riquísimo, parecido al rodaballo, acompañado con migas a la portuguesa. Y vinho verde. (Nota: averiguar dónde comprar vino verde en Madrid).
En el hotel, con la mochila preparada, repaso el viaje. Quizás, el primer día, hubo un momento, hacia el final de la tarde, cuando llovía a mares y el viento destrozaba los paraguas de la gente, en que me sentí un poco sola. Pero ahora me siento feliz, cansada por haber caminado 15 kilómetros al día y no porque el vendaval de las obligaciones me derribe. Feliz, con la cabeza llena de postales, con el estómago saciado y las páginas de mi diario poco a poco cubriéndose de tinta. De camino al aeropuerto hago acopio de pasteles de nata, también limpieza de papeles acumulados que ya no necesito; entre ellos, la tarjeta del metro que lleva escrita una palabra que me hace sonreír: Navegante. Aquel que navega, que viaja. Que quiere, desde el momento en que deja una ciudad, volver a planear otra visita. Acaba ‘My Father’s Gun’, de Rickie Lee Jones y empieza “Hoxe, maña e sempre”, de Tanxugueiras. Llamadme rara. O mejor, ecléctica.
De camino al aeropuerto atravieso una calle en obras y, como hay tanto ruido, me atrevo a cantar en voz alta - “Ocúpate de que no olviden / Que me tengan en la mente” - y me obligo a recordar este momento. Tengo que decírselo a Manel y Vera. Atreveos a salir de lo conocido, a saltar desde más alto, a dudar de todo lo que parece incuestionable. Atreveos a viajar solos, a aprender otro idioma, a perseguir todas las cosas que os hagan sentir bien. Y, sobre todo, atreveos a cantar en voz alta.
Tengo una bebé de meses necesitada de mi cuerpo y presencia todo el tiempo (ahora mismo enganchada al pecho izquierdo) y echo de menos viajar o incluso pasear como siempre he hecho, sola o con algo en los auriculares, muchos kilómetros.
Me ha gustado mucho tu reflexión sobre echar de menos la posibilidad de otras cosas, no porque no ames lo que existe, sino por las múltiples realidades que te gustaban en tu cabeza. (O al menos así lo he interpretado)😅
Viva Portugal, por cierto! Es el primer país al que va a viajar mi hija fuera de España💚❤️
He vivido en Lisboa cinco años, volví hace un año y me has hecho recordar por qué es la mejor ciudad del mundo. Gracias