40. Viaje al Hospital de la Princesa
No me gustan los hospitales y este, aún menos. Aquí murió mi padre, también mi abuela María. Sin embargo, he decidido darle una oportunidad a la planta de Digestivo.
Esta historia empieza en las Urgencias del Hospital de La Princesa. Allí llegó el jueves pasado mi madre -Pilar, 72 años, tan manchega como resolutiva, aficionada a bromear con la muerte, como mi abuela y, salvo alguna cosilla, buena salud- con la cara muy pálida y las fuerzas muy escasas.
Pasamos la primera noche en los pasillos, porque no había sitio en los Boxes. Me fijé en que en la parte de abajo de las camillas de Urgencias hay una bandeja donde se colocan todas las pertenencias del paciente cuando le hacen entrega de la bata de turno. Y ahí van, pasillo arriba, pasillo abajo, con sus equipajes amontonados. Como turistas condenados a perseguir una cura.
En las conversaciones captadas al vuelo escuché a una mujer de 99 años que no usaba gafas, a otra empeñada en escaparse aunque tenía los pulmones encharcados y a un hombre gigante custodiado por dos policías inmóviles. En la sala de cristal, donde los médicos hacían turnos de 12 horas sin quejarse y las enfermeras disimulaban el cansancio ventilándose paquetes de galletas, se hablaba de pisos demasiado caros, de apartamentos para el próximo verano, de la lluvia que caía sin cesar. Había un aparador pequeño de madera con decenas de cajones diminutos, cada uno para una medicación distinta. Lo miraba y pensaba que estaría bien tener un mueble así en cada casa, con compartimentos que dijeran, por ejemplo: “Días que se tuercen”, “Preocupaciones recurrentes”, “Traumas enquistados”, “Frustración crónica”. Cada uno con sus pastillas mágicas.
Muchas horas después aterrizamos en Digestivo, régimen de sólo alojamiento y una habitación con vistas al patio interior (bastante luminoso) y posibilidad de alargar el día de salida sin coste extra. No me gustan los hospitales pero este, aún menos. Aquí murió mi padre. Años después, mi abuela María. Pero me digo, démosle una oportunidad a la tercera planta, tal vez tenga buenas reseñas y mucho mejor ratio de supervivencia (lo de bromear con la muerte será cosa de familia).
Ahora que llevo aquí casi una semana, ahí van algunas recomendaciones, cosas que he aprendido de este viaje que está ya (espero) a punto de acabar.
Quizás necesites algunas señales de que tu familiar o amigo está mejorando. Creo que una de ellas es el momento en el que empiezan a pedir cosas. Por ejemplo, su crema, su bolsita de aseo, su bata, sus zapatillas de estar por casa. Otro indicador es el momento en que hacen una broma por primera vez. O el día en que empiezan a cuestionar su dieta, los horarios del hospital o los usos y costumbres de los enfermeros. Si les oyes hacer planes sobre en qué se van a gastar ese dinero o qué habitación de su casa van a ponerse a reformar, no hay duda, se están recuperando.
El chollo es caer en una habitación doble de uso individual, pero eso es prácticamente un milagro. Así que el segundo mejor escenario es que te toque un buen compañero de habitación. Nosotras tenemos a Joaquín y Nati. Nati lleva muchos meses viajando de planta en planta de hospital y está muy triste. Nunca tiene hambre y habla tan bajo que casi no se la escucha. Su marido intenta que sonría. “Aquí, en mi chalet de Diego de León”, dice cuando le llama algún amigo al teléfono. Por las noches le pregunta si tiene frío o está mareada y la llama “bonita” y dice que a ver si se van este finde a la playa o a su casita de la sierra donde nadie corta las malas hierbas hace más de medio año.
Hazte amigo de los enfermeros. Nunca confundas a un enfermero con un celador y aprende a leer a los médicos entre líneas. Pregunta, pero no te pases de listo. Abusa de los “gracias”. Y pide que te enseñen algunas maniobras básicas: control de luces y persianas, manejo del mando de pedir auxilio y, sobre todo, el increíble mecanismo de desinfección de la cuña. Resulta que encima de los W.C hay una cajón secreto que esconde un grifo de agua hirviendo. Yo esto lo desconocía y me parece el invento del siglo.
Si vas a pasar varias noches durmiendo en un hospital, hazte con un par de colchonetas de yoga, una almohada y pide un par de mantas. Esto, en Japón, te lo venden como “experiencia en un hotel tradicional”. Y, a ver, no es un futón pero, con imaginación, se le da un aire. Nadie, absolutamente nadie, se sorprenderá al entrar en la habitación de tu familiar y ver a un mendigo tumbado ahí en el medio. (El mendigo eres tú). (Entre nosotros, dormir en el sillón de polipiel azul que chirría como un animal malherido es tortura).
Si eres una persona sensible y un poco comprometida, ármate de valor. Verás médicos mal pagados en turnos infinitos, salas de urgencias completamente saturadas, enfermeras que llevan uniformes rotos porque no llegan recambios. Por favor, recuerda todo esto cuando vuelvas a decir que votar no sirve para nada.
Y lo último y más importante. Ten alguien que te cuide. Y amigos. Buenos amigos, de esos que te hacen recuperar la sonrisa, de esos que estarían dispuestos a peinarte cuando no tienes fuerza, a ponerte una cuña, a cogerte la cara entre las manos exactamente dos segundos antes de desmayarte.
Las amigas de mi madre se llaman Ana, Carmen, Marisa, Amparo, la Cachela, Isabel, Clara. Cada una viene de un lugar distinto. De su infancia, de la época de la universidad, del instituto donde trabajaba mi madre cuando murió mi padre, de los años que vivimos en Luxemburgo, del primer colegio al que fuimos nosotras. Todas llegan puntuales al turno que mi hermana y yo les vamos asignando, como si esto fuera el mercado y nosotras, las jefas (nada más lejos, la que más sigue mandando, aunque esté bajo mínimos, es doña Pilar Ordeno y Mando Zaragoza).
Carmen llega muy pronto, tan elegante siempre -tan delgada últimamente- y llama a mi madre Pilarín y le saca una sonrisa y nos regala dos botecitos de mermelada casera de limón. La Cachela se saca de la chistera su alucinante historial de enfermedades gravísimas superadas y le ayuda a mi madre a relativizar su angustia y la lleva de vuelta a su Villacañas y rescata su acento manchego. Marisa le hace repaso de la actualidad política y luego le pregunta cada detalle de su histórica clínica y pone un poco de rigor científico entre tanta colección de suspiros.
Isabel es dulzura, sensatez, tranquilidad. Amparo siempre encuentra una anécdota familiar o literaria para subrayar cualquier diálogo. Clara le recuerda que, a pesar del dolor, siempre hay tiempo para otra película, para otro viaje, para otro paseo. Y luego está Ana. Ana y mi madre se conocieron en la universidad y se han pasado media vida juntas. Las dos han sido profesoras de Literatura. Las dos se quedaron viudas demasiado pronto. Ana es incombustible, divertidísima, caótica a ratos. Y el otro día, cuando aún no sabíamos exactamente qué pasaba, si había que tener miedo o esperanza, Ana llegó con el periódico bajo el brazo y se puso a leérselo a mi madre. “Yo te voy diciendo titulares y tú me dices qué te interesa”.
Le leyó entero un artículo de Irene Vallejo que se titulaba: “Lo que sabemos sobre la ignorancia”. Yo no presté atención porque me dediqué a hacerles fotos. Pero luego, esa noche, volví a él. Rescato un trocito:
La vertiginosa avalancha de información privilegia las afirmaciones rotundas, sin las lentitudes y matices del saber especializado. Frente a quien conversa para convencer, el algoritmo premia a quien abuchea con convicción. Los vociferantes acaparan los megáfonos y siembran sospechas hacia los sabios y científicos. En esa desconfianza anida la tentación de desprestigiar a los profesores, en lugar de fortalecer un oficio que a todos nos parece decisivo, exigente, visionario.
Pienso en que el tiempo pasa muy lento en los hospitales. En que aquí se habla casi siempre en susurros y se espera y se escucha con veneración al experto, al médico. Y pienso en esta habitación de la tercera planta donde un puñado de profesoras jubiladas van hilando el increíble relato de sus vidas y se turnan para que su amiga Pilar nunca se quede sola. Así que puede que, esta vez, rescate de este inmenso chalet de Diego de León, algún que otro recuerdo bonito.
Gracias por capturar esta semana de tu vida con tanta sensibilidad y la dosis necesaria de humor. Eres muy grande. Se me han puesto los pelos de punta en unos cuantos párrafos. Por desgracia muchos nos sentimos en tus líneas.
Precioso. Todos los que hemos acompañado alguna vez te entendemos perfectamente, pero esta es la manera mas bella de contarlo. Qué talento. Espero que salgáis pronto de ahí.