37. Carta de amor a las madres
Somos nosotras, casi siempre, las que tenemos en la cabeza los disfraces de Carnaval, la lista de la compra, las vacaciones de verano, las lavadoras, el cambio de armario.
Tal vez visteis gala de los Goya el sábado pasado. O parte de ella, porque siempre es eterna. Cerca de medianoche aún faltaban los premios más importantes. Alejandro Sanz había cantado poco y mal, Rigoberta Bandini había hecho una versión genial de ‘El amor’, de Massiel y Salva Reina, mejor actor de reparto por su papel en El 47, me había hecho reír con su declaración de amor a Kira Miró y su último grito: “¡Ningún ser humano es ilegal!”.
A la mañana siguiente me enteré de lo que me había perdido. Y me quedo con esto: Eduard Sola ganó el premio a mejor guión original por Casa en Llamas y dio el mejor discurso de la noche: “Yo y mi generación somos hijos de multitud de supermadres, a las que se les exigió trabajar desde casa, sin desprenderse del trabajo dentro de ella. Nos vistieron, nos alimentaron, nos criaron mientras combinaban todo ello con ocho horas de trabajo peor remunerado que el de sus homólogos masculinos. Nadie les ofreció una alternativa a este modelo basado en la renuncia a una vida propia”.
Y joder, qué razón tiene. Llevo pensando en esas palabras desde entonces. Nuestras madres hicieron todo eso: nos educaron, nos amaron y además trabajaron fuera de casa. Se ocuparon de la economía doméstica, del orden, de la limpieza, de cocinar casi a diario. Escucharon a sus maridos, vieron con ellos el telediario, se limpiaron los dientes a última hora del día, juntos, delante del espejo. En algún minuto libre, se acordaron de sus amigas, tal vez las vieron y tomaron algo, criticaron a sus hijos y a sus parejas y al mundo entero. Leyeron un par de libros al año, curiosearon un día las rebajas, intentaron cada noche no quedarse dormidas leyendo el tercer o cuarto cuento, vieron una película, o quizás fue sólo media porque era muy tarde y tenían sueño y les dolía la espalda, pero no se quejaban, no demasiado.
En los ratitos que les quedaban sin tareas, trataron, de verdad, con todo su empeño, poner la mente en blanco, descansar, pero acabaron, sin querer, haciendo la lista de la compra o reservando ese apartamento en la playa la segunda quincena de agosto o haciendo cálculos de cuánto necesitaban ahorrar para poder hacer por fin ese viaje a París o a Roma que llevaban varios años planeando.
¿Fueron sólo nuestras madres o también fuimos nosotras? ¿Ha cambiado la historia?
“Digámosles que, aunque parezca que no, somos conscientes de todo lo que hicieron por nosotros, que las queremos y que gracias por estar ahí”, dijo Sola. Pero pienso que “gracias” no basta, se queda corto. Es bonito el gesto, es justo recordar a todas las madres que hicieron sacrificios, que tuvieron que renunciar a algo, a mucho.
Pienso en mi madre, que estudió (con las notas más altas), que trabajó como profesora de Lengua y Literatura, que se enamoró de mi padre, con el que compartía profesión (y una manera parecida de entender el mundo). Él participaba en las tareas del hogar y pasaba mucho tiempo con nosotras, sus hijas, pero incluso en esa aparente igualdad, había diferencias. Mi padre escribía mucho más a menudo que mi madre. ¿Era sólo porque a él le gustaba más, lo necesitaba más o era porque mi madre le daba el espacio para hacerlo? ¿Será mi madre -siempre la recuerdo así- tan increíblemente rápida cocinando, limpiando y organizando porque durante todos estos años, tal vez inconscientemente, ha querido quitarse de encima esas obligaciones para tener tiempo propio, tiempo para leer una novela, para jugar con sus hijas o para echarse la siesta?
Pienso en mí y en todas mis amigas que son madres y en la inmensa mayoría de los casos, son ellas quienes pasan más tiempo con los niños, las que tienen en la cabeza las citas con el pediatra, los disfraces de Carnaval, la lista de la compra, los menús de la semana, las vacaciones de verano, las lavadoras, el cambio de armario. Son ellas -somos nosotras-, casi siempre las que pedimos reducción de jornada o buscamos un trabajo más flexible. Las que, a menudo, cobramos menos que ellos, algo tendrá que ver la frase de antes. Las que nos sentimos más culpables si dos días seguidos no estamos en casa a la hora de cenar o si nuestros hijos van al colegio con un calcetín roto o un abrigo sucio.
¿Ha cambiado la historia? Sí, pero todavía hay mucho margen de mejora. El otro día la la periodista Carmen G. Magdaleno escribía: “Las madres necesitan que sus supuestos pares y toda la sociedad haga su parte, que las políticas públicas reconozcan con recursos y tiempo el valor de sostener y proteger las vidas vulnerables, y que la crianza se colectivice para que además de madres ellas también puedan ser artistas, cineastas, activistas, presidentas de la academia”.
Que la crianza se colectivice, eso es. Que tener hijos no sea eso que haces cuando terminas de trabajar, de producir. Porque tenerlos es el proyecto más delicado, importante, agotador y exigente de nuestra vida, así que me parece un error gigantesco entender a los hijos como ‘cargas’, como seres diminutos y desvalidos a los que vas poniendo en sitios para que no te estorben mientras tú sigues ganando un sueldo para sobrevivir. Qué fracaso.
Ese error se repara con políticas de conciliación pero también con el cambio de mentalidades. Reclamemos una sociedad donde sea posible tener un espacio para cuidar sin prisas, para educar sin gritos (que no son más que un reflejo del estrés en el que vivimos permanentemente los adultos), donde los afectos ocupen un lugar esencial y se valoren con palabras y hechos, no con regalos que cuestan dinero ni con guarderías que abren las 24 horas. Digamos a los niños que serán lo que ellos quieran, pero expliquémosles que esa libertad es posible porque sus padres, hace tiempo, encajaron todas las piezas del puzzle para darles el enorme privilegio de tener la página en blanco y así poder elegir, equivocarse, soñar.
Una cosa más. Las madres necesitamos relativizar, quitarnos esta presión de encima, esta maldita autoexigencia. Necesitamos ser más compasivas con nosotras mismas. Leo en el diccionario “Crianza: Acción y efecto de criar, especialmente las madres o nodrizas mientras dura la lactancia”. Y otra vez, siento que no basta. Que ahí faltan los padres, los abuelos, las familias, los profesores, los amigos. Todos crian. Nutren, alimentan, cuidan. Ayudan, sostienen, enseñan. Y no lo hacen sólo al principio. Yo tengo 39 años, mi madre 72, y aún la llamo todas las semanas para preguntarle qué haría ella en una situación determinada. Para que me mande esa receta de los pimientos de piquillo. Para que me cuente cómo está y qué le ha dicho el médico. Para decirle gracias. Para quejarme de algo o preguntarle si ha visto aquella serie. Para pedirle que haga de abuela, por favor, que necesito tiempo. Para decirle que la quiero. Para escuchar como de bien le sale eso de: “a ver, María, que no es para tanto”, que me vuelve a poner los pies en la tierra.
💜
¡Total!
Algunas madres (especialmente, la mía) hace demasiado tiempo que merecen el premio de todos los premios, el que engloba todos los departamentos, sin equipo: dirección, guión, arte, música, actriz (tan a menudo de reparto), vestuario y peluquería, producción y efectos especiales.
Reconozcamos esa tarea, pero no la demos por hecho ni la exijamos. Todavía queda camino por recorrer, para responder con honestidad sobre la renuncia (¿siendo padre, has aparcado alguna de las tareas que ya acometías antes?, ¿cuáles?, ¿durante cuánto tiempo?). Porque nos cuesta y cansa lo mismo, la enfermedad nos trastoca lo mismo, el compromiso laboral tiene la misma importancia, las preocupaciones inquietan lo mismo, la ambición, la pérdida y el anhelo, nuestro tiempo es el mismo, debemos asumir la misma responsabilidad. Ni más ni menos. Igual.